De qué están hechos los cuadros
El cielo parecía una sábana de seda del azul más puro que la primavera hubiera
visto desde que había llegado. Decorando la bóveda sobre las cabezas de los
habitantes y sobre los edificios, blancas nubes parecían danzar llevadas por el
viento. Pero el buen aspecto de Barcelona se veía enturbiado por los
vagabundos. Pasando un mayo sin techo, mendigos desesperados por unos céntimos
trataban de aferrarse a la esperanza. Comedores sociales, iniciativas
solidarias, gente concienciada… y lo de siempre: basura reutilizable, alimentos
aún comestibles y cartón.
Los vagabundos de esta parte de Barcelona no eran malvados cumpliendo
castigo; no eran malhechores, ladrones ni drogadictos. Había un empresario, un
barrendero, una pareja de acróbatas y un pintor. Paseaban por entre el gentío y
cada uno tenía su sitio en el que sentarse a pedir algo de caridad. Cada uno
usaba sus propias tácticas para intentar conseguir algo de comer antes de que
el Sol se pusiera tras el horizonte.
Pero sólo a uno se le cayeron sus pinceles contra el suelo. Beatriz lo
vio y rápidamente se acercó para cogerlos y dárselos. Quizá una chica como ella
no hubiera dado la impresión de ser alguien humilde. Bien vestida, bien
peinada, bien maquillada, portando una carpeta negra; la psicóloga parecía ser
la típica niña mimada. Y lo era, pero también sabía modales.
—No se preocupe. Puedo yo, tranquila.
—No es molestia. Deja que te ayude.
Sus miradas se cruzaron cuando la chica de los rizos dorados le tendió al
pintor sus utensilios. Miguel se lo agradeció y huyó de allí como quien acaba
de cometer un asesinato y se aleja de la zona del crimen. Se escabulló entre el
gentío, pero olvidó algo: su recuerdo.
Beatriz le buscó por las calles empedradas y los callejones olvidados. Le
buscó durante los eternos meses de verano y sólo encontró su reminiscencia.
Nada tangible, todo mental, pero tan real que le escocía la nostalgia como una
inyección de ponzoña devorando sus venas con terrible avidez. Sin embargo, a la
psicóloga se le escapaba algo: Miguel vivía en la calle.
Se había querido dedicar a una profesión arriesgada. Ser pintor era un
sueño delicado en un mundo demasiado ocupado en relojes y puntualidad; casi
nadie posee el don de poder pararse ante la obra de un artista y simplemente
contemplar. Por eso Miguel apenas conseguía dinero a pesar de que todos los
días exponía varios de sus lienzos en las Ramblas. Por eso, aunque ofrecía
retratos en el momento a cambio de unos euros, ni el trabajo más duro le
permitía dormir en un sitio cubierto. Sin familia, sin más amigos que sus
materiales de pintura, Miguel encontraba su único cobijo en las calles de una
Barcelona mucho más centrada en otros placeres que en el arte.
A Beatriz no se le pasó por la cabeza que pudiera ser un mendigo, sino
que se paseó por exposiciones, salones de arte, conferencias de pintura… No
tuvo la idea de acudir al sitio al que están destinados la mayoría de los
artistas hoy en día: la calle.
La llegada del otoño trajo consigo más pacientes a la consulta de
Beatriz. Maridos divorciados, adolescentes frustrados, mujeres arruinadas por culpa
de cánones de belleza…
—No entiendo por qué no me pueden dejar vivir a mi aire.
—Porque quieren protegerte, Javier.
—¿Tan mal lo hago? ¿Tan mal me porto? Joder, ya soy mayor de edad. Ya no
soy su responsabilidad.
Beatriz observó a aquel pelirrojo de mirada perdida con una sonrisa
manchada de ironía. Era difícil lidiar con personas como él, pero a la
terapeuta aún no se le había resistido ningún paciente.
—Serás su responsabilidad siempre, incluso cuando tengas cincuenta años.
—Qué puta manía con controlar todo tenéis siempre los jodidos adultos.
Beatriz prefería dejar que él hablara, que se desahogara. Le miró con las
cejas alzadas como invitándole a continuar, y no mencionó nada sobre su
descuidado lenguaje. Javier tomó una larga bocanada de aire mientras cerraba
los ojos: en el fondo sabía que debía controlar su genio. Al fin y al cabo,
Beatriz le quería ayudar, o eso se suponía, así que cuando notó que se había calmado
prosiguió con su quejumbroso discurso.
—Pretenden decidir mi futuro, no me dejan estudiar lo que yo quiero
porque dicen que no tiene salidas. Que malviviré, porque ni en España ni en
prácticamente ningún país tendré las oportunidades necesarias. Dicen que ya se
lo agradeceré “en un futuro”. —Gesticuló las comillas con sus dedos e hizo un
mohín—. En un futuro. No he visto frase más estúpida nunca. Si de verdad les
importara mi futuro se preocuparían porque fuera feliz. ¿En serio piensan que
cortarme las alas me hará feliz?
—Tampoco te hará feliz estar arruinado.
—Prefiero ser pobre pero tener personalidad y principios que vivir a base
de dinero sucio que obtenga de un trabajo que detesto. ¿Tú querías ser
psicóloga cuando eras pequeña?
Beatriz asintió con una sonrisa. Un destello de
orgullo iluminó sus ojos un momento: ese orgullo con el que observan el mundo
las personas que han cumplido sus sueños.
—¿Y por qué yo no puedo ser pintor? —continuó Javier.
Algo reflejó el rostro de la psicóloga que hizo que su paciente se
sonrojara y se removiera un poco en el diván.
—Pintor —repitió ella con un asentimiento.
El paciente no comprendía qué pasaba, y lo primero que pasó por su mente
de adolescente fue una palabra: “fetiche”. Quizá Beatriz tenía alguna clase de obsesión
y se sentía irremediablemente atraída por pintores. Se sorprendió a sí mismo
saboreando aquella deliciosa posibilidad. No tenía la menor idea acerca de la
edad ni de la situación sentimental de su terapeuta, pero tras varias sesiones
viéndola había descubierto que le resultaba tremendamente atractiva.
Beatriz leyó con experta habilidad aquellos pensamientos en la expresión
de Javier y se apresuró a volver al tema central. Sin embargo, el resto de
aquella sesión estuvo marcado por una incómoda tensión.
Cuando la cita finalizó, Javier se tomó la libertad de despedirse de
forma exageradamente caballeresca. Aquello hizo palidecer a Beatriz y
pronunciar unas torpes palabras, con el bochorno bloqueando cualquier resquicio
de elocuencia en su cerebro. Javier se marchó y Beatriz se sumergió una vez más
en los escasos recuerdos que poseía de Miguel, ignorando que en menos tiempo
del que imaginaba volvería a verle.
En el fondo, sabía que pensar tanto en un hombre del que no conocía nada
era extraño, por no decir enfermizo. Se había aferrado a los únicos datos que
tenía sobre él: la pintura y el aspecto físico de aquel chico. Ni siquiera
estaba segura de si sería o no pintor, por lo que el ámbito de búsqueda se
ampliaba aún más. Estaba perdida y su parte racional lo sabía, pero su parte
irracional, la que creía en amor a primera vista y príncipes azules, prefería
seguir buscando a Miguel. Se fijaba en cada esquina por si le veía aparecer, en
cada calle aminoraba el paso por si lo encontraba… pero de nuevo su desconocimiento
le hizo dar pasos en falso y le halló, ya cuando el frío de noviembre arañaba
la ciudad, en la cama de un hospital.
Mientras paseaba entre los pasillos de aquel edificio, rumbo a la salida,
oyó una voz que sólo había escuchado una vez anteriormente. Sus pensamientos,
antes centrados en los resultados que acababan de darle de una analítica —perfectamente
favorables—, se disiparon por completo y Beatriz se quedó en blanco ante el
sonido de la voz del pintor.
Estaba segura de que le reconocería cuando le encontrara, aunque hubieran
pasado tantos meses, y no se equivocó. Supo que era Miguel por el brillo de
aquellas palabras, como si sus cuerdas vocales fueran acuarelas y el aire, su
lienzo. Beatriz, presa de movimientos innatos, se dirigió hacia la habitación
desde donde había oído a Miguel hablar.
—Déjeme irme, por favor. Le aseguro que estoy bien. Hace horas que estoy
recuperado.
Una enfermera trataba con esmero de convencer al paciente de que debía
quedarse. Ella comprobaba el suero y las constantes de Miguel, él protestaba y
se removía entre las acartonadas sábanas, y Beatriz observaba desde la puerta.
Portando un semblante de expresión indescifrable, la joven psicóloga se quedó
boquiabierta cuando los dos ocupantes de esa habitación repararon en su
presencia. Un segundo de tenso silencio, y luego la voz de Beatriz:
—Perdón, me he confundido.
Tanto la enfermera como el pintor asintieron, la primera con una sonrisa
amable y el segundo con una expresión agridulce. Recordaba a Beatriz y no creía
en las casualidades. La terapeuta retrocedió unos pasos, sintiéndose en una
mala película americana al pensar que ahora era cuando preparaba un verdadero
caos en el pasillo tras chocar con algo. Sin embargo, la realidad era diferente
al cine americano barato: Beatriz se alejó de allí a buen paso, asustada y
sintiendo el peso de su mente tambalearse sobre sus hombros.
Dos días después, decidió volver. No sabía si Miguel seguiría allí, por
lo que optó por prepararse mentalmente para la imagen de la cama vacía.
Afortunadamente para Beatriz, no hicieron falta sus ensayos emocionales: Miguel
seguía allí. Era evidente que tenía mejor aspecto. Cuando Beatriz llamó a la
puerta, el pintor la invitó a entrar por pura cortesía, con una sonrisa y un
brillo desconfiado en los ojos a modo de bienvenida.
—Hola. Me… —titubeó un poco, aproximándose con cautela a la cama—. Me
llamo Beatriz. Te he traído algo.
Sus dedos se extendieron hacia el paciente y le tendieron una pequeña
caja. Dentro de ella, un juego de pinceles totalmente nuevo, de una marca con
cierto prestigio. Beatriz trató de disimular que estaba temblando y vio atónita
que aquel misterioso hombre luchaba por contener las lágrimas.
La psicóloga observó cómo los dedos del pintor acariciaban los pinceles.
Él no ocultaba su temblor. Intentó articular algo: un agradecimiento, una
pregunta, una presentación; pero no fue capaz de decir nada. De sus labios sólo
salió un tímido suspiro y, entonces, alzó la mirada en busca de los ojos de
Beatriz.
En aquel preciso instante, la psicóloga sintió el mundo desaparecer.
Aquellos eran los ojos más profundos, vivos y terriblemente tristes que jamás
hubiera visto. Se le erizó la piel, se le secó la boca y se le disparó el
corazón. Pero ni siquiera se percató de aquellos síntomas porque Miguel había
roto a llorar. De nuevo actuando por una ley innata que no sabía que poseía,
Beatriz se encontró repentinamente sentada en el borde de la cama del pintor.
Apenas apoyaba su cuerpo en ella, pero sí estaba lo suficientemente cerca para
que Miguel se sintiera algo arropado. Entonces, él por fin habló, en un tono de
voz tan bajo que por un momento Beatriz creyó que se lo había imaginado.
—¿Por qué?
La impaciente mirada del pintor le hizo comprender que había pronunciado
esas palabras de verdad y sonrió suavemente: aquella respuesta era fácil.
—Me apetecía.
Miguel arqueó las cejas, dejando claro que no entendía cómo a alguien le
podía “apetecer” gastarse alrededor de 30€ en un completo desconocido. Sin embargo,
Beatriz sonreía.
—No hacía falta que te molestases, yo…
—No es molestia —le interrumpió la psicóloga, encogiéndose de hombros con
aire indiferente—. Cuando nos vimos me fijé en tus pinceles y pensé que quizá
unos nuevos te irían mejor. No me ha supuesto ningún problema. De lo contrario,
no lo habría hecho. —Hizo una pausa para pasarse un mechón de pelo tras la
oreja con toda la naturalidad que se puede mostrar en un momento así, y añadió—:
¿Te gustan?
El brillo en los ojos de Miguel dejó claro que el verbo idóneo no era
“gustar”, sino uno más intenso. Ni siquiera “encantar”. Su sentimiento iba
mucho más allá. Sólo había tenido en sus manos el suficiente dinero para
comprar artilugios de pintura al principio de la carrera. Luego, sus fondos
habían ido disminuyendo hasta desaparecer. Ahora conseguía óleos, lienzos y
pinceles de donde podía: basura y, sobre todo, hurtos.
Pero, por extraño que le resultara al pintor, Beatriz no parecía saber
eso.
—Me llamo Miguel, por cierto.
Beatriz asintió y compuso en sus labios una suave sonrisa, mostrándose
perfectamente tranquila. Pero su interior era todo un hervidero de emociones:
por fin conocía el nombre de aquel enigmático hombre que se había chocado con
ella meses atrás, no sólo físicamente, sino de la forma más sentimental que
nunca hubiera sentido.
Pero entonces se dio cuenta de que ya nada la ataba a seguir ahí. Miguel
y ella seguían siendo desconocidos y no era algo muy común hacer compañía a un
desconocido en el hospital. Beatriz dedujo que aquel chico tendría familia:
padres, hermanos, primos… Sintió un agujero en el pecho al ser consciente de
que también podía tener pareja. El vértigo debió reflejarse en sus ojos, porque
Miguel dejó de acariciar distraídamente los pelos de uno de sus nuevos pinceles
y se la quedó mirando. Su despeinado cabello, negro como el carbón, escondía
parte de su rostro. Beatriz recorrió con la mirada los largos mechones, dándose
cuenta de que tenía el pelo casi tan largo como ella. Nunca le habían
apasionado los hombres con melena, pero no había nada en Miguel que le
desagradase.
—¿Qué te ha pasado?
La voz de la psicóloga llenó la habitación de repente. Miguel se
sobresaltó un poco, pero a Beatriz también le sorprendió oírse a sí misma decir
eso. Casi estaba segura de que no contestaría cuando la voz del pintor le
acarició:
—Hipotermia.
Ella alzó las cejas, confusa. Tampoco hacía tanto frío y su mente no
había barajado todavía la posibilidad de que Miguel tuviera que enfrentarse al
otoño desde la calle.
—¿Hipotermia?
Él asintió. Su expresión dejaba claro que no entendía el porqué de la
sorpresa de Beatriz. Pero su carácter reservado le hizo bajar la mirada y no
añadió nada más.
—¿No tienes… calefacción? —murmuró la chica de los rizos dorados como
pidiendo perdón.
Aquel tono incitó a Miguel a pensar que la psicóloga estaba intentando
reírse de él y negó, incorporándose un poco y mirándola a los ojos con fijeza.
—Lo siento, si buscas tomarle el pelo a un sintecho puedes irte por donde
has venido.
La dureza de su voz hizo que Beatriz se alejara un poco. De repente,
Miguel no parecía aquel amable pintor que hasta ahora había visto. Su expresión
era fiera, casi salvaje, amenazante. La psicóloga comprendió la realidad y el
choque contra el mundo le provocó un suspiro y un bochornoso rubor.
—Lo… lo siento. No lo sabía.
Miguel compuso una mueca que la terapeuta no fue capaz de descifrar.
Estaba a caballo entre la ironía, el enfado y la sorpresa. ¿Le creería o se
había enfadado todavía más? Sus dudas fueron resueltas justo después, el tiempo
que el pintor tardó en armarse de valor para gruñir:
—Vete, por favor.
—Miguel, de verdad que… —empezó Beatriz, pero él hizo un gesto con la
mano para interrumpirla y el silencio se abrió paso de nuevo entre ellos.
La mujer comenzó a abrocharse su abrigo mientras elegía las palabras para
disculparse de nuevo y despedirse de la forma menos melodramática que pudiera,
pero dejando entrever que llevaba meses buscándole. Sus miradas se encontraron
y ella la apartó apresuradamente, aunque pudo observar de soslayo cómo Miguel
guardaba los pinceles sin estrenar en su caja y cerraba ésta en completo
silencio.
Pasados unos segundos, Beatriz comprendió que no podía alargar aquello
más y comenzó a caminar hacia la puerta. Miguel se inclinó hacia ella, sin
llegar a levantarse.
—Toma los pinceles…
—No, quédatelos. Son para ti.
El pintor fue a rechistar, pero vio mejor idea quedarse callado. Y
entonces se dio cuenta de que no quería que Beatriz se fuera. O actuaba muy
bien o de verdad no sabía nada sobre su situación económica, y él no quería
quedarse de nuevo solo entre aquellas blancas paredes. Todo en el hospital era
entre gris y blanco y hasta el mismo edificio parecía estar también enfermo.
No supo si lo estaba imaginando, pero Beatriz oyó cómo su interlocutor
musitaba a media voz un “quédate” que hizo que su corazón danzara eufórico en
el interior de su pecho. Unos segundos después, lo volvió a repetir:
—Quédate, Beatriz. Siento haber sido tan grosero… Perdóname.
Ella le perdonó, y también se quedó.
Ya sonaban villancicos en las calles cuando Beatriz le vio sentado contra
una pared, en las Ramblas. Un pequeño coro de una escuela municipal de música
interpretaba a unos metros de allí el famoso “Blanca Navidad”, pero la
psicóloga ya no tenía ojos ni oídos para nada que no fuera Miguel. Él también
le había visto y ya se estaba apresurando a levantar su congelado y famélico
cuerpo de los cartones del suelo.
—¡Hola! Feliz Navidad —saludó Beatriz cuando se hubo aproximado lo
suficiente.
El pintor arqueó las cejas con ironía. Odiaba las tradiciones religiosas,
más cuando se basaban en el consumismo, más desde que él no tenía dónde ni con
quién compartirlas. Beatriz controló el impulso de lanzarse a sus brazos y,
mientras el silencio perduraba, se agachó a contemplar los lienzos que yacían
justo al lado de Miguel. Al ver hacia dónde miraba la mujer, ahora él sí
sonrió.
—Pintados con mis pinceles nuevos —comentó con orgullo, acariciando con
dedos morados el marco de uno de los cuadros.
Beatriz clavó la mirada en sus ojos y alzó una mano para tocar su barba,
que estaba un poco cubierta de escarcha. Midiendo la desesperación que su voz
quería mostrar, para no delatarse, murmuró:
—Tengo una oferta que hacerte. ¿Vendrías conmigo a mi casa? Se trata de
un cuadro para regalar.
Miguel se la quedó mirando, como sopesando si su amiga estaba bromeando o
no. ¿Por qué alguien con ese aspecto de abultada cuenta bancaria le pediría
nada a un vagabundo? No dudaba de sus aptitudes como pintor, pero sí lo hacía
de las intenciones de Beatriz. Posiblemente la psicóloga le iba a ofrecer
comida y una ducha caliente —otra vez—, además de una importante suma de dinero
a cambio de su trabajo. Y él no era precisamente partidario de que le tuvieran
lástima.
Ya iba a negarse cuando Beatriz empujó suavemente su barbilla e hizo que
sus miradas se encontrasen. La bondad en sus ojos —y la belleza indudable de su
rostro— disiparon todos los pensamientos del pintor y se encontró a sí mismo
asintiendo y recogiendo sus cosas para ir con ella.
Había pasado poco más de un mes desde que se encontraron en el hospital,
y ese había sido tiempo suficiente para afianzar entre ellos una sólida
amistad. Confiaban el uno en el otro por razones que ninguno de los dos
alcanzaba a comprender, pero a ambos les gustaba la compañía mutua. Durante
esas cinco semanas, Beatriz le había propuesto en incontables ocasiones que
vivieran juntos, que le dejara ayudarle. Miguel se había negado por activa y
por pasiva; aunque gracias a la testarudez de la psicóloga habían llegado a
pasar noches juntos, abrazados entre las mantas, en la calle. A pesar de que
eso sólo había sucedido un par de veces, eran suficientes para que Beatriz
tuviera cada día más ganas de confesarle lo que sentía y de besarle los labios
con tanta pasión como fuera capaz.
A pesar de ser una chica acomodada, no le repelía la suciedad de Miguel
ni su situación. Todo de él le gustaba, incluidos su miedo a la soledad, su
manía por no dejarse querer más de la cuenta y su insoportablemente bella voz.
—¿Cómo va la consulta? —preguntó el pintor mientras subían las escaleras
hacia el primer piso.
Sabía que era psicóloga y, aunque en realidad no conocía nada sobre ese
campo, lo cierto es que le interesaba el desenlace de cierto asunto del que
Beatriz le había hablado. Ella lo sabía, por lo que no se anduvo con rodeos al
responder.
—Javier ya no viene. Estuvimos hablando después de que intentara besarme
y le dejé claro que no quería nada en ese sentido. El pobre estaba muy confuso.
Abrió la puerta de su piso y ambos entraron. Hacía un calor acogedor que
se hundió en Miguel hasta los huesos y le hizo suspirar de placer. Todo olía a
Beatriz y aquello sorprendentemente le hizo sentir como en casa.
—¿Por qué no querías nada con él? ¿Demasiada diferencia de edad?
Beatriz le cogió de la mano y le guio hasta su habitación. Era una
estancia grande, con una cama de matrimonio en el centro. En una de las lisas
paredes había colgado un cuadro. En él, Miguel había retratado a Beatriz
durmiendo, a óleo sobre lienzo. El pintor miró a la terapeuta con los ojos
llenos de lágrimas de emoción. Comprendió en ese momento que no había ninguna
oferta entre manos. Beatriz quería que viera su habitación y lo había logrado.
Ella no respondió a su última pregunta hasta entonces:
—Hay otro hombre. O mejor dicho, espero que lo haya.
—¿Quién es él? —Miguel no sabía si ofenderse o sentirse halagado. Suponía
que se trataba de él, pero ¿y si no?
—No lo sé. Sólo sé su nombre y poco más. Aunque en realidad sí sé algunas
cosas, cosas en las que la gente normalmente no se fija.
Se sentó en la cama, él la imitó y ella se tomó la libertad de
acariciarle una mejilla mientras hablaba.
—Sé cómo respira cuando duerme. Sé de qué están hechos sus cuadros. Sé
cuáles son sus pesadillas. Conozco el tacto de sus abrazos cuando empieza a
nevar en las Ramblas y no quiere venir a casa conmigo. Sé cuándo algo le
molesta por cómo aparta la mirada, y sé cuándo unas palabras le gustan por cómo
le brillan los ojos.
—¿Ahora me brillan los ojos?
—Mucho.
—Quizá es que para mí también hay una mujer.
—¿Quién es ella?
Beatriz cesó las caricias y dejó caer la mano. El silencio se volvió a
instalar entre los dos, pero Miguel comenzó a pasear las manos sobre el rostro
de la mujer y dejó que sus dedos recorrieran el lienzo que llevaban semanas anhelando
pintar. Y entonces, sus palabras rellenaron el silencio.
—No estoy muy seguro de quién es, pero puedo contarte quién consigue que
sea yo. Me hace sentir vivo, menos desamparado, valioso, útil. Cuando está
conmigo no me siento sin hogar porque ella deja que me albergue entre sus
brazos. No me suele importar que no lo sepa porque en realidad yo nunca sería
suficiente para ella, pero a veces me encantaría contarle cómo late de eufórico
mi corazón cuando ella está cerca.
—¿Eres poeta además de pintor?
—Contigo como musa, podría serlo.
El corazón de Beatriz no cabía en sí de felicidad. Saltaba en su pecho
como si quisiera salir e ir a buscar a aquel que tan rápido le estaba haciendo
latir, a aquel corazón que le había enamorado. Casi en un impulso, se inclinó
hacia Miguel, cerró los ojos y dejó que él siguiera. Le temblaba el labio inferior,
pero eso no le importó al pintor cuando lo rozó con el suyo. Fue muy lento,
pero a la vez tan rápido que a Beatriz se le olvidó cómo respirar. Se le olvidó
su nombre. Se le olvidó todo excepto las ganas que siempre había tenido de
catar su boca.
Y Miguel la besó. La besó despacio, pero anhelante. La besó como la noche
quiere besar al día, como el Sol desea besar a la Luna, como los dedos de un
guitarrista besan las cuerdas tras meses sin poder acariciarlas. Ella le
correspondió como si se muriera de sed y sus labios fueran un oasis en medio
del desierto, como si sus bocas fueran dos gotas de agua que se entremezclan
durante una tormenta; le besó como si nunca más pudiera volver a repetirlo,
como si su pintor fuera a evaporarse, como si Miguel fuera un lienzo y la
pintura estuviera a punto de acabarse.
Aquel día terminaba el año. Mientras ellos desataban su pasión entre las
sábanas, el resto de la ciudad aguardaba a las doce últimas campanadas. Pero
ellos no necesitaban cena: se desnudaron con fervor y se devoraron. No
necesitaban alcohol: el amor les embriagó y se emborracharon el uno del otro.
No necesitaban uvas: Miguel le mordió doce veces el cuello, ella acarició doce
veces su espalda. No les hizo falta familia, ni mesa alrededor de la que
reunirse, ni tema de conversación. Sólo ellos dos, sus cuerpos en la cama y el
deseo de contarse muchas cosas pero sin hablar.
Me ha gustado tanto como la primera vez que lo leí, que artista estas hecha ^^
ResponderEliminarQué adorable eres. Gracias :)
EliminarCada vez que lo leo me gusta más. Ya sabes que siempre quiero más relatos, así que ya he contestado a tu pregunta.
ResponderEliminarSarah.
Sus deseos son órdenes, señorita. <3
EliminarVengo a darte la enhorabuena. Tienes una prosa limpia, de experta escritora, sin ruidos ni sobrantes de ningún tipo; muy bien editado tu escrito. Te auguro muchos éxitos, Lidia.
ResponderEliminarPor cierto, soy Marian (@marianruiz123), de MyBookTube.