La curva de su sonrisa. (Relato propio)

jueves, 28 de febrero de 2019


[Este relato fue creado en algún momento entre 2015 y 2016. Fue la primera historia LGBT que escribí, y me dio tanta vergüenza que pudiera ser leída que no la publiqué en ningún sitio. Hasta hoy.

La curva de su sonrisa va a ser adaptado en forma de corto cinematográfico para un TFG de Comunicación Audiovisual, así que he pensado que este era el momento perfecto para que la historia de Ana y Marta viera por fin la luz. Espero que os guste. 
Nos vemos en las redes sociales. ¡Gracias por leerme!]
La curva de su sonrisa

Mientras hablo con mis compañeras de trabajo, una comenta que en España sí que hay libertad de expresión, y yo me río. Por esa bendita libertad de expresión estoy encarcelada hasta que a un juez le apetezca pasar un rato hablando de un delito que no cometí. Me acusan de varias cosas que no creo haber hecho, pero el caso es que desde hace días estoy encerrada en una celda. La comida es horrible, las duchas apestan, el resto de presas no me caen bien, y solo he encontrado hasta ahora una persona que merezca la pena aquí dentro, mientras espero como un animal entre barrotes a que alguien recuerde a la rubia a la que arrestaron en una manifestación.
La única cosa que me mantiene cuerda se llama Ana. Luchamos juntas en aquella movilización, gritamos las mismas frases, nos pegaron los mismos policías, nos detuvieron a la vez, nos insultaron con las mismas palabras y luego nos metieron en la misma celda. No la había visto en mi vida hasta ese día, hace justo siete, pero estoy segura de que ya nunca me voy a olvidar de su cara. Es difícil tenerla tan bonita y, si alguna vez había dudado de la existencia de la belleza, en peligro de extinción últimamente, Ana me ha dejado claro que aún quedan personas que roban el aliento y hacen al corazón latir desenfrenado.
Nunca he sido la típica chica enamoradiza, pero la curva de su sonrisa es algo de lo que no puedo escapar. Me caí en ella y me sumergí, y ahora nado tranquilamente porque en realidad ya no quiero salir. Me da igual ahogarme.
—Marta, te toca limpiar a ti —me dice ella con una risita, y yo salgo de mi ensimismamiento y me doy cuenta de que llevo como medio siglo mirándola—. ¿Novedades por las nubes? ¿Cómo está el tiempo ahí arriba?
—No sé —murmuro mientras me levanto, soltando un quejido cuando mis músculos se desentumecen tras demasiado rato en la misma posición—. Este puto techo mugriento no me deja verlo.
—Ven aquí.
Me siento a su lado en la litera de abajo y ella me aparta un mechón dorado del rostro. Mientras lo pasa tras mi oreja me mira a los ojos y yo me deshago de placer. ¿Es legal ser tan guapa? Si luchar por tus derechos no lo es, no entiendo por qué una belleza tan extrema sí. Ana es peligrosa, me quita el aliento.
—¿Te duele? —pregunta mientras roza las yemas de los dedos por las magulladuras de mi rostro. Ella tiene las heridas en otras partes del cuerpo, normalmente tapadas con ropa, pero yo me llevé lo peor en la cara. Niego despacio y ella sonríe—. Ve al trabajo, te espero aquí.
Mientras recorro el pasillo me doy cuenta de que en realidad sí que me duele. Tengo la habilidad de evadirme cuando algo me parece horroroso, así que sin darme cuenta mi mente vuela mientras dejo los baños de mi zona todo lo impolutos que puedo.

Eran las siete de la tarde. Centenares de personas recorríamos la calle principal al grito de “¡Igualdad!”. No solo había mujeres, sino que también muchos hombres comprendían nuestra lucha y se unían a nosotras. Ya iban treinta compañeras asesinadas por sus parejas o exparejas en lo que llevábamos de año, y el enfado que me recorría las venas e impulsaba mi voz al viento era mayor de lo que había sentido nunca.
Iba casi a la cabeza de la manifestación, al lado de una morena esbelta y preciosa que clamaba las frases a través de un megáfono. El resto coreábamos lo que ella decía, y nuestras voces se unían en un grito de lucha por que ese tipo de atrocidades no siguieran ocurriendo.
De repente, los gritos de inconformidad se acallaron y se dio paso a la confusión. La gente corría, las madres con sus niños salieron despavoridas de allí, las ancianas se dejaron ayudar por las más jóvenes, y las que nos quedamos observamos con perplejidad cómo un par de decenas de policías se acercaban amenazantes. El rumor de que un grupo de manifestantes planeaba un asalto a una sede política se extendió en medio del alboroto.
La chica del megáfono rápidamente se colocó delante de mí. No sé si fue premeditado o si fue un impulso innato, pero frenó con su cuerpo un porrazo que venía directo a mí. No me quise apartar de los dos policías que venían detrás del que había pegado a la morena. 
No iba a retroceder. No me iban a hacer retroceder.
—¡Las manos en alto! ¡Quietas!
No sé cuántas quedábamos, pero nuestro espíritu no menguó a pesar de los golpes, los forcejeos, los gritos y las esposas. Durante un buen rato más seguimos intentando zafarnos de su agarre, pero tanto la chica del megáfono como yo fuimos incapaces de liberarnos. Nos habían arrestado por alterar el orden público, por formar parte de una revuelta violenta, por oponernos a la autoridad (y, aunque no lo dijeran, por pretender pensar libremente y por conseguirlo durante un rato).
Nos quitaron nuestras pertenencias y se hicieron con nuestros carnés de identidad. Ella se llamaba Ana y tenía dos años más que yo, que acababa de cumplir veintitrés. Su cabello negro cortísimo estaba manchado de sangre, y la rabia me recorrió mientras observaba la porra del policía que le había abierto aquella brecha. 
Ana llevaba años luchando por el feminismo. Tenía las ideas claras, la cara preciosa y el peso de la ley sobre los hombros.

—¿Por qué estás siempre tan empanada? —me pregunta ya de noche, y yo salgo de mi ensueño.
—¿Por qué no? Aquí hay poco más que hacer.
—¿A qué te dedicas?
Hablamos de cama a cama, ella en la de abajo y yo justo encima. No nos hace falta mucho volumen, el silencio es sepulcral.
—Estudio fotografía. ¿Y tú?
—Escribo columnas de opinión en una revista —me responde, y casi puedo ver la añoranza impresa en su voz.
Se me escapa una sonrisa que deja muy claro que la chica del pelo corto y los ojos verdes me gusta. Dios, me gusta mucho. Ella parece adivinar mis pensamientos, ya que la observo en la penumbra asomándose por el borde de su cama para mirarme.
—¿Tienes novio?
—Soy lesbiana, y no tengo novia —respondo en voz baja, notando mi corazón latir cual caballo desbocado. No sé si está sonriendo, porque he cerrado los ojos, pero juraría que oigo que se le escapa una risita muy leve—. ¿Me cuentas el chiste?
—Si no nos sueltan va a ser gracioso enamorarme de ti aquí dentro.
—Nos soltarán, no seas negativa. No tienen pruebas.
—Los llamaste hijos de puta —me recuerda, y asiento un par de veces.
Sin que pueda adivinar sus intenciones, la veo subirse a mi cama de un salto y meterse entre mis sábanas. Sus manos me atraen hacia su cuerpo y, sin decir ni una palabra, las dos nos abandonamos al calor del cuerpo ajeno como llevamos varios días haciendo.

Conforme pasan los días nos van dando algún dato sobre nuestro juicio: seremos juzgadas por separado, yo después de ella; nuestros abogados insisten en que seremos liberadas, ya que la presión mediática es enorme y no existen razones importantes para encerrar a ninguna de las dos. Aun así, tenemos miedo.
Después de la noche en la que nos confesamos a besos la atracción mutua, esos encuentros se han sucedido casi cada día. No sé qué siente Ana exactamente, pero yo ya no puedo parar. No pienso en nada que no sea el juicio, y la esperanza de salir de aquí cogida de su mano es lo único que me mece cada noche hasta que me quedo dormida en mitad de todo este cóctel de emociones.

—Eres consciente de que ocho días no son suficientes para conocer a alguien, ¿verdad? —me preguntó en voz baja cuando acabábamos de despertar. Yo asentí, y Ana me regaló una de esas sonrisas que hacían que el mundo pareciera por un momento menos gris—. Vale que nos hayamos besado, pero ni te amo ni me amas ni cosas de esas. Además, no sabemos si alguna va a salir de aquí y no sé tú, pero yo paso de enamorarme para luego tener que estar separadas.
—Relájate, nadie está hablando de enamorarse. Solo nos hemos besado, ¿no? Pues deja de darle vueltas, Ana. Eres preciosa y ojalá salgamos pronto de aquí, las dos, pero no soy una princesa en busca de una historia de amor, puedes estar tranquila.
Mi voz pareció relajarla, porque se le cayó de los labios un suspiro de alivio y me dio un beso en la sien antes de marcharse a su turno de trabajo. Conocernos no estaba siendo fácil: ninguna de las dos estaba interesada en enamorarse, pero tampoco podíamos evitar sentir lo que sentíamos. No sé si era solo atracción física, pero lo cierto es que Ana y yo siempre estábamos deseando quedarnos solas.
Tres noches después, la oí gimotear entre quejidos. Asustada, me bajé de la litera y la sacudí un poco por los hombros, aunque ella no despertó. Estaba teniendo una pesadilla que la hacía llorar aun dormida.
—Ana… Despierta, solo estás soñando.
No abría los ojos, y yo comencé a asustarme cuando su voz empezó a subir de volumen. No quería que gritara. ¿Y si se la llevaban?
—¡Ana! —la llamé con un poco más de intensidad y, desesperada, le asesté una bofetada en una mejilla. Ella abrió los ojos y rápidamente se echó a llorar, emitiendo los sollozos más dolorosos que yo había escuchado nunca.
Permití que al principio se negara a que la ayudara, porque sabía que era parte del shock postpesadilla. Cuando se le pasó, dejé que subiera a mi cama y me abrazara. Parecía una niña pequeña asustada, temblando acurrucada. De vez en cuando lloraba, y yo me guardé de preguntarle nada. Solo la acariciaba en silencio, esperando a que ella se calmara y le apeteciera contarme qué había soñado. Al final, su voz se abrió paso en el silencio y cada palabra comenzó a arañarme por dentro.
—Cuando tenía ocho años, mi padre mató a mi madre delante de mí. Llevo soñando con ello desde entonces… —Hizo una pausa para tomar una bocanada de aire entrecortada, y se armó de valor para continuar—. Discutían mucho, pero nunca vi violencia física hasta ese día. Mi madre nunca me había dicho nada, y tampoco teníamos más familia. Cuan-…

—Tierra llamando a Marta…
Una vez más, su voz me saca de mis pensamientos. Dejo de visualizar aquella conversación que tuvimos y la miro, con el labio inferior atrapado por la hilera superior de mis dientes sin apenas darme cuenta.
—Marta, mi juicio ya ha terminado. Me puedo ir esta noche.
—¿¡Qué!? ¡Genial!
Me lanzo a abrazarla con fuerza, y ahora el miedo de que yo no salga de esta cárcel se hace más intenso que antes, casi tangible. Me toma las mejillas entre las manos y me acerca a su rostro, dándome el que posiblemente sea el beso más romántico que me han dado en la vida. No me atrevo a pensar en lo que un beso así significa, pero el terror a no salir de aquí a tiempo para enamorarla me eriza la piel y me llena los ojos de lágrimas.
Ninguna de las dos habla demasiado mientras esperamos a que me llamen. Como en una película puesta a cámara rápida, apenas me doy cuenta del paso del tiempo hasta que me veo enfrente del juez. Bueno, de la jueza. Es una mujer de unos treinta y cinco años, pelirroja y de voz suave. Logro contener los nervios y hablo pausada y educadamente, y mi abogado me defiende mejor de lo que habría podido imaginar. No sé cómo, pero acabo escuchando un “inocente” que sentencia mi puesta en libertad.
Supongo que no me está permitido correr de vuelta a la celda, pero aun así lo hago y me lanzo a los brazos de Ana como si el mundo se fuera a acabar en un par de segundos. Nos abrazamos, besamos y felicitamos durante unos momentos que se me antojan muy cortos, y la idea de dormir esa noche fuera de la cárcel me mantiene llena de energía mientras preparamos el papeleo.

—… Cuando la mató, estábamos los tres en la cocina. Le perforó el corazón con un cuchillo, y luego se lo clavó él mismo y murió desangrado. Los vecinos lo supieron al escucharme gritar histérica. Por eso lucho, por eso me da igual que me encarcelen. No pararé hasta que se dejen de asesinar mujeres. Un amor así está enfermo y corrompido.
Asentí con la cabeza, y se hizo el silencio. Solo se escuchaba el viento de lejos. Ana respiraba de forma agitada todavía, entre mis brazos, y supe que no había dejado de llorar todavía.
—¿Te negarás a que yo te ame? —quise saber después de todo aquel silencio.
—No.
Asentí a sus palabras, conforme, y la besé en la cara para llevarme con los labios sus lágrimas. No tenía ni idea de qué sentíamos la una por la otra, pero nos deshicimos de nuestros miedos y dejamos que nuestras manos hablaran por nosotras. Aquella fue la segunda noche de muchas más. De mi primera historia de amor. De nuestra segunda historia juntas, porque la primera era cómo habíamos acabado allí.

—¿En qué piensas cuando estás en las nubes? —me pregunta un domingo por la mañana, mientras estamos tumbadas en el sofá mirando a una tele encendida que ninguna de las dos ve.
—Depende. Ahora mismo pensaba en cuando me contaste lo de tus padres.
—¿Por qué?
—Porque quiero ver si te dejé lo suficientemente claro en su momento que por muchas pesadillas que tengas, las pasaré contigo —respondo con la mirada clavada sobre sus ojos. Me pasa la mano por entre los mechones rubios y me da un beso en los labios.
—Lo hiciste, Marta. Gracias.
Después brindamos con champán por nuestro primer aniversario juntas, en nuestro piso en común. Hace ya 365 días que salimos de prisión, y han sido los 365 días más intensos y emocionantes de mi vida. 
He perdido la cuenta de las manifestaciones a las que hemos ido, la de artículos que hemos escrito, la de gente tan activa y comprometida como nosotras que hemos conocido; la de mujeres, hombres y personas de otros géneros que hemos conocido, tanto si tenían ellos el problema como si querían ayudar a alguien cercano que sufría maltrato. Todos agradecían la ayuda que nuestra asociación les brindaba. Hemos ayudado a denunciar, a seguir adelante, y el paso por la cárcel no ha menguado nuestras ganas de seguir luchando. Nunca acallaron nuestras voces y nunca lo harán.
—Marta. —Alzo la vista a sus ojos y enarco las cejas, invitándola a continuar, así que ella añade—: ¿Quieres casarte conmigo?

—Ana. —Ella me miró y arqueó las cejas para que yo siguiera—. ¿Estás en contra del matrimonio?
—No, pero no me pidas que me case contigo.
—No pensaba hacerlo, era curiosidad.
—¿Y tú? —me preguntó bajo la penumbra de la celda, con nuestras manos entrelazadas durante la última noche antes del juicio.
—No. Y tú sí puedes pedirme matrimonio si fuera de aquí te apetece hacerlo. No me importaría enamorarme de ti.

—Sí, quiero.