[Este relato fue creado en algún momento entre 2015 y 2016. Fue la primera historia LGBT que escribí, y me dio tanta vergüenza que pudiera ser leída que no la publiqué en ningún sitio. Hasta hoy.
La curva de su sonrisa va a ser adaptado en forma de corto cinematográfico para un TFG de Comunicación Audiovisual, así que he pensado que este era el momento perfecto para que la historia de Ana y Marta viera por fin la luz. Espero que os guste.
Nos vemos en las redes sociales. ¡Gracias por leerme!]
La curva de su sonrisa
Mientras
hablo con mis compañeras de trabajo, una comenta que en España sí que hay
libertad de expresión, y yo me río. Por esa bendita libertad de expresión estoy
encarcelada hasta que a un juez le apetezca pasar un rato hablando de un delito
que no cometí. Me acusan de varias cosas que no creo haber hecho, pero el caso
es que desde hace días estoy encerrada en una celda. La comida es horrible, las
duchas apestan, el resto de presas no me caen bien, y solo he encontrado hasta
ahora una persona que merezca la pena aquí dentro, mientras espero como un
animal entre barrotes a que alguien recuerde a la rubia a la que arrestaron en
una manifestación.
La
única cosa que me mantiene cuerda se llama Ana. Luchamos juntas en aquella
movilización, gritamos las mismas frases, nos pegaron los mismos policías, nos
detuvieron a la vez, nos insultaron con las mismas palabras y luego nos
metieron en la misma celda. No la había visto en mi vida hasta ese día, hace
justo siete, pero estoy segura de que ya nunca me voy a olvidar de su cara. Es
difícil tenerla tan bonita y, si alguna vez había dudado de la existencia de la
belleza, en peligro de extinción últimamente, Ana me ha dejado claro que aún
quedan personas que roban el aliento y hacen al corazón latir desenfrenado.
Nunca
he sido la típica chica enamoradiza, pero la curva de su sonrisa es algo de lo
que no puedo escapar. Me caí en ella y me sumergí, y ahora nado tranquilamente
porque en realidad ya no quiero salir. Me da igual ahogarme.
—Marta,
te toca limpiar a ti —me dice ella con una risita, y yo salgo de mi
ensimismamiento y me doy cuenta de que llevo como medio siglo mirándola—.
¿Novedades por las nubes? ¿Cómo está el tiempo ahí arriba?
—No
sé —murmuro mientras me levanto, soltando un quejido cuando mis músculos
se desentumecen tras demasiado rato en la misma posición—. Este puto techo
mugriento no me deja verlo.
—Ven
aquí.
Me
siento a su lado en la litera de abajo y ella me aparta un mechón dorado del
rostro. Mientras lo pasa tras mi oreja me mira a los ojos y yo me deshago de
placer. ¿Es legal ser tan guapa? Si luchar por tus derechos no lo es, no
entiendo por qué una belleza tan extrema sí. Ana es peligrosa, me quita el
aliento.
—¿Te
duele? —pregunta mientras roza las yemas de los dedos por las magulladuras de
mi rostro. Ella tiene las heridas en otras partes del cuerpo, normalmente
tapadas con ropa, pero yo me llevé lo peor en la cara. Niego despacio y ella
sonríe—. Ve al trabajo, te espero aquí.
Mientras
recorro el pasillo me doy cuenta de que en realidad sí que me duele. Tengo la
habilidad de evadirme cuando algo me parece horroroso, así que sin darme cuenta
mi mente vuela mientras dejo los baños de mi zona todo lo impolutos que puedo.
Eran las siete de la
tarde. Centenares de personas recorríamos la calle principal al grito de
“¡Igualdad!”. No solo había mujeres, sino que también muchos hombres
comprendían nuestra lucha y se unían a nosotras. Ya iban treinta compañeras
asesinadas por sus parejas o exparejas en lo que llevábamos de año, y el enfado
que me recorría las venas e impulsaba mi voz al viento era mayor de lo que
había sentido nunca.
Iba casi a la cabeza de
la manifestación, al lado de una morena esbelta y preciosa que clamaba las
frases a través de un megáfono. El resto coreábamos lo que ella decía, y nuestras
voces se unían en un grito de lucha por que ese tipo de atrocidades no siguieran
ocurriendo.
De repente, los gritos de
inconformidad se acallaron y se dio paso a la confusión. La gente corría, las
madres con sus niños salieron despavoridas de allí, las ancianas se dejaron
ayudar por las más jóvenes, y las que nos quedamos observamos con perplejidad cómo
un par de decenas de policías se acercaban amenazantes. El rumor de que un grupo
de manifestantes planeaba un asalto a una sede política se extendió en medio
del alboroto.
La chica del megáfono
rápidamente se colocó delante de mí. No sé si fue premeditado o si fue un
impulso innato, pero frenó con su cuerpo un porrazo que venía directo a mí. No
me quise apartar de los dos policías que venían detrás del que había pegado a
la morena.
No iba a retroceder. No me iban a hacer retroceder.
—¡Las manos en alto!
¡Quietas!
No sé cuántas quedábamos,
pero nuestro espíritu no menguó a pesar de los golpes, los forcejeos, los
gritos y las esposas. Durante un buen rato más seguimos intentando zafarnos de
su agarre, pero tanto la chica del megáfono como yo fuimos incapaces de
liberarnos. Nos habían arrestado por alterar el orden público, por formar parte
de una revuelta violenta, por oponernos a la autoridad (y, aunque no lo
dijeran, por pretender pensar libremente y por conseguirlo durante un rato).
Nos quitaron nuestras
pertenencias y se hicieron con nuestros carnés de identidad. Ella se llamaba Ana
y tenía dos años más que yo, que acababa de cumplir veintitrés. Su cabello
negro cortísimo estaba manchado de sangre, y la rabia me recorrió mientras
observaba la porra del policía que le había abierto aquella brecha.
Ana llevaba
años luchando por el feminismo. Tenía las ideas claras, la cara preciosa y el
peso de la ley sobre los hombros.
—¿Por
qué estás siempre tan empanada? —me pregunta ya de noche, y yo salgo de mi
ensueño.
—¿Por
qué no? Aquí hay poco más que hacer.
—¿A
qué te dedicas?
Hablamos
de cama a cama, ella en la de abajo y yo justo encima. No nos hace falta mucho
volumen, el silencio es sepulcral.
—Estudio
fotografía. ¿Y tú?
—Escribo
columnas de opinión en una revista —me responde, y casi puedo ver la añoranza
impresa en su voz.
Se
me escapa una sonrisa que deja muy claro que la chica del pelo corto y los ojos
verdes me gusta. Dios, me gusta mucho. Ella parece adivinar mis pensamientos,
ya que la observo en la penumbra asomándose por el borde de su cama para
mirarme.
—¿Tienes
novio?
—Soy
lesbiana, y no tengo novia —respondo en voz baja, notando mi corazón latir cual
caballo desbocado. No sé si está sonriendo, porque he cerrado los ojos, pero
juraría que oigo que se le escapa una risita muy leve—. ¿Me cuentas el chiste?
—Si
no nos sueltan va a ser gracioso enamorarme de ti aquí dentro.
—Nos
soltarán, no seas negativa. No tienen pruebas.
—Los
llamaste hijos de puta —me recuerda, y asiento un par de veces.
Sin
que pueda adivinar sus intenciones, la veo subirse a mi cama de un salto y
meterse entre mis sábanas. Sus manos me atraen hacia su cuerpo y, sin decir ni
una palabra, las dos nos abandonamos al calor del cuerpo ajeno como llevamos varios días haciendo.
Conforme
pasan los días nos van dando algún dato sobre nuestro juicio: seremos juzgadas
por separado, yo después de ella; nuestros abogados insisten en que seremos
liberadas, ya que la presión mediática es enorme y no existen razones
importantes para encerrar a ninguna de las dos. Aun así, tenemos miedo.
Después
de la noche en la que nos confesamos a besos la atracción mutua, esos
encuentros se han sucedido casi cada día. No sé qué siente Ana exactamente,
pero yo ya no puedo parar. No pienso en nada que no sea el juicio,
y la esperanza de salir de aquí cogida de su mano es lo único que me mece cada
noche hasta que me quedo dormida en mitad de todo este cóctel de emociones.
—Eres consciente de que
ocho días no son suficientes para conocer a alguien, ¿verdad? —me preguntó en
voz baja cuando acabábamos de despertar. Yo asentí, y Ana me regaló una de esas
sonrisas que hacían que el mundo pareciera por un momento menos gris—. Vale que
nos hayamos besado, pero ni te amo ni me amas ni cosas de esas. Además, no
sabemos si alguna va a salir de aquí y no sé tú, pero yo paso de enamorarme
para luego tener que estar separadas.
—Relájate, nadie está
hablando de enamorarse. Solo nos hemos besado, ¿no? Pues deja de darle vueltas,
Ana. Eres preciosa y ojalá salgamos pronto de aquí, las dos, pero no soy una
princesa en busca de una historia de amor, puedes estar tranquila.
Mi voz pareció relajarla,
porque se le cayó de los labios un suspiro de alivio y me dio un beso en la
sien antes de marcharse a su turno de trabajo. Conocernos no estaba siendo
fácil: ninguna de las dos estaba interesada en enamorarse, pero tampoco
podíamos evitar sentir lo que sentíamos. No sé si era solo atracción física,
pero lo cierto es que Ana y yo siempre estábamos deseando quedarnos solas.
Tres noches después, la
oí gimotear entre quejidos. Asustada, me bajé de la litera y la sacudí un poco
por los hombros, aunque ella no despertó. Estaba teniendo una pesadilla que la
hacía llorar aun dormida.
—Ana… Despierta, solo
estás soñando.
No abría los ojos, y yo
comencé a asustarme cuando su voz empezó a subir de volumen. No quería que
gritara. ¿Y si se la llevaban?
—¡Ana! —la llamé con un
poco más de intensidad y, desesperada, le asesté una bofetada en una mejilla.
Ella abrió los ojos y rápidamente se echó a llorar, emitiendo los sollozos más
dolorosos que yo había escuchado nunca.
Permití que al principio
se negara a que la ayudara, porque sabía que era parte del shock postpesadilla. Cuando se le pasó, dejé que
subiera a mi cama y me abrazara. Parecía una niña pequeña asustada, temblando
acurrucada. De vez en cuando lloraba, y yo me guardé de preguntarle nada. Solo
la acariciaba en silencio, esperando a que ella se calmara y le
apeteciera contarme qué había soñado. Al final, su voz se abrió paso en el
silencio y cada palabra comenzó a arañarme por dentro.
—Cuando tenía ocho años,
mi padre mató a mi madre delante de mí. Llevo soñando con ello desde entonces…
—Hizo una pausa para tomar una bocanada de aire entrecortada, y se armó de
valor para continuar—. Discutían mucho, pero nunca vi violencia física
hasta ese día. Mi madre nunca me había dicho nada, y tampoco teníamos más
familia. Cuan-…
—Tierra
llamando a Marta…
Una
vez más, su voz me saca de mis pensamientos. Dejo de visualizar aquella
conversación que tuvimos y la miro, con el labio inferior atrapado por la
hilera superior de mis dientes sin apenas darme cuenta.
—Marta,
mi juicio ya ha terminado. Me puedo ir esta noche.
—¿¡Qué!?
¡Genial!
Me
lanzo a abrazarla con fuerza, y ahora el miedo de que yo no salga de esta
cárcel se hace más intenso que antes, casi tangible. Me toma las mejillas entre
las manos y me acerca a su rostro, dándome el que posiblemente sea el beso más
romántico que me han dado en la vida. No me atrevo a pensar en lo que un beso
así significa, pero el terror a no salir de aquí a tiempo para enamorarla me
eriza la piel y me llena los ojos de lágrimas.
Ninguna
de las dos habla demasiado mientras esperamos a que me llamen. Como en una
película puesta a cámara rápida, apenas me doy cuenta del paso del tiempo hasta
que me veo enfrente del juez. Bueno, de la jueza. Es una mujer de unos treinta
y cinco años, pelirroja y de voz suave. Logro contener los nervios y hablo
pausada y educadamente, y mi abogado me defiende mejor de lo que habría podido
imaginar. No sé cómo, pero acabo escuchando un “inocente” que sentencia mi
puesta en libertad.
Supongo
que no me está permitido correr de vuelta a la celda, pero aun así lo hago y me
lanzo a los brazos de Ana como si el mundo se fuera a acabar en un par de
segundos. Nos abrazamos, besamos y felicitamos durante unos momentos que se me
antojan muy cortos, y la idea de dormir esa noche fuera de la cárcel me
mantiene llena de energía mientras preparamos el papeleo.
—… Cuando la mató,
estábamos los tres en la cocina. Le perforó el corazón con un cuchillo, y luego
se lo clavó él mismo y murió desangrado. Los vecinos lo supieron al escucharme
gritar histérica. Por eso lucho, por eso me da igual que me encarcelen. No
pararé hasta que se dejen de asesinar mujeres. Un amor así está enfermo y
corrompido.
Asentí con la cabeza, y se hizo el silencio. Solo se escuchaba el viento de lejos. Ana respiraba de forma agitada todavía, entre mis brazos, y supe que no había dejado de llorar todavía.
—¿Te negarás a que yo te
ame? —quise saber después de todo aquel silencio.
—No.
Asentí a sus palabras,
conforme, y la besé en la cara para llevarme con los labios sus lágrimas. No
tenía ni idea de qué sentíamos la una por la otra, pero nos deshicimos de
nuestros miedos y dejamos que nuestras manos hablaran por nosotras. Aquella fue
la segunda noche de muchas más. De mi primera historia de amor. De nuestra segunda
historia juntas, porque la primera era cómo habíamos acabado allí.
—¿En
qué piensas cuando estás en las nubes? —me pregunta un domingo por la mañana,
mientras estamos tumbadas en el sofá mirando a una tele encendida que ninguna
de las dos ve.
—Depende.
Ahora mismo pensaba en cuando me contaste lo de tus padres.
—¿Por
qué?
—Porque
quiero ver si te dejé lo suficientemente claro en su momento que por muchas
pesadillas que tengas, las pasaré contigo —respondo con la mirada clavada sobre
sus ojos. Me pasa la mano por entre los mechones rubios y me da un beso en los
labios.
—Lo
hiciste, Marta. Gracias.
Después
brindamos con champán por nuestro primer aniversario juntas, en nuestro piso en
común. Hace ya 365 días que salimos de prisión, y han sido los 365 días más
intensos y emocionantes de mi vida.
He perdido la cuenta de las manifestaciones
a las que hemos ido, la de artículos que hemos escrito, la de gente tan activa
y comprometida como nosotras que hemos conocido; la de mujeres, hombres y personas
de otros géneros que hemos conocido, tanto si tenían ellos el problema como si
querían ayudar a alguien cercano que sufría maltrato. Todos agradecían la ayuda
que nuestra asociación les brindaba. Hemos ayudado a denunciar, a seguir
adelante, y el paso por la cárcel no ha menguado nuestras ganas de seguir
luchando. Nunca acallaron nuestras voces y nunca lo harán.
—Marta.
—Alzo la vista a sus ojos y enarco las cejas, invitándola a continuar, así que
ella añade—: ¿Quieres casarte conmigo?
—Ana. —Ella me miró y
arqueó las cejas para que yo siguiera—. ¿Estás en contra del matrimonio?
—No, pero no me pidas que
me case contigo.
—No pensaba hacerlo, era
curiosidad.
—¿Y tú? —me preguntó bajo
la penumbra de la celda, con nuestras manos entrelazadas durante la última
noche antes del juicio.
—No. Y tú sí puedes
pedirme matrimonio si fuera de aquí te apetece hacerlo. No me importaría
enamorarme de ti.
—Sí,
quiero.